ADELA DEL VALLE LOPEZ, LA INQUILINA
Yo, Adela del Valle Lopez; argentina; nacida en la Maternidad "Martin" en Rosario de Santa Fe; mayor de edad muy a mi pesar; de profesión Contadora Pública (porque cuento historias a cualquier público ocasional que las quiera escuchar); de ocupación laboral: Conversadora; criada desde los 4 hasta los 16 en la casa de inquilinato de calle Urquiza 1333, con don Alfredo Cabrera como encargado, cordobés y radical, camino la memoria, la mía, y recorro con cuidado las cosas escuchadas y las vistas, las vividas y las imaginadas.
Nací el viernes de un frío agosto durante el Segundo Plan Quinquenal de Perón y no sé cómo zafé de llamarme Eva, pero sería la confusión de mi papá cuando le dijeron que era nena y él esperaba a Carlos; pero para demostrar que la noticia no le había afectado para nada, en la mismísima Sala de Espera -y a la nutrida concurrencia ante semejante evento que era mi llegada al mundo junto a familiares de otras parturientas- exclamó en voz alta y con una sonrisa de oreja a oreja, para disimular: "Señoras y señores, acaba de nacer mi hija, la esperanza de América". Y me mostró a los presentes como si fuera el Cáliz Sagrado pero envuelto en pañales. Es increíble las cosas que hace decir la desilusión...aunque ese peso que cargo en mis espaldas de ser la esperanza de toda América Latina me ha dejado con una leve desviación en mi columna vertebral. Por supuesto que aunque lo intenté, no lo conseguí, para enojo permanente de mi papá y lo que me llevó años de terapia. Aunque a los 13 años sacaron mi foto en bikini en un diario de Mar del Plata eligiéndome como la "Sirena de Hoy"... no logré conformarlo. Ni con eso ni con nada que hiciera, por supuesto. Parece que él soñaba en mí una nueva Evita Capitana aunque algo más morenita.
La cosa es que yo nací en una ciudad florida de fábricas y comercios, un mundo de motos y bicicletas para ir y venir del laburo donde los obreros descansaban el domingo, cuando con sus manos cargaban ladrillos y con la ayuda de parientes y vecinos levantaba la casa propia en unos años.
Cuna de la bandera, con el bullicio del mercado Central y un poco más tranquilo del mercado Norte, de ferias y vendedores de jabones y peines pregonando la oferta.
Una ciudad donde los silbatos de los afiladores de tijeras y cuchillos y el grito de botellero eran tan esperados como lluvia de enero.
Hablo de esa Rosario de pie, con los mateos que se iban despidiendo para dar lugar al taxi "Merceditas" y los tranvías que resistían el paso a los colectivos con sus irrespetuosas ruedas de goma que no necesitaban vías; la de los 55 cines; de las lecherías en el centro donde la chocolatada y las bolitas con azúcar hacen las delicias de los chicos; la ciudad de los bares donde el aroma del café se mezcla con el humo de los cigarrillos y se pierde entre las páginas de los diarios; de los almacenes y las verdulerías que fían hasta fin de mes en esa libreta con tapas de hule negro, desprolijas de tanto manoseo, de letra sinuosa y números que sólo controla la confianza; la del fotógrafo en el parque Independencia que nos sorprendía a los chicos montados en un caballito petiso, con la cara pegoteada por los copos de nieve azucarada; la que recibía en cada estación de trenes ese montón de gente y se los tragaba despacito pero sin dolor.
La ciudad de los miles de inmigrantes que desgranan en los murmullos o el griterío un montón de lenguas y dialectos a veces inentendibles, tanto, que muchas veces causan una risa inocente en los argentinos. Digo, las voces multiplicadas de aquéllos que vinieron hace años a buscar su lugar en el mundo, donde casi siempre se les tendía una mano, mucho más si venían con críos, donde todo se acordaba con un simple apretón de manos y la palabra era sagrada. Esos que vienen en barco o en trenes y que descubren que acá se puede trabajar bajo patrón, poner un negocio o hacerlo por cuenta propia con su oficio; comprar una casa a crédito o cuanto menos un terrenito en algún barrio para hacerla de a poquito; llamar a la familia porque en este país y en esta ciudad todo es seguro y hasta se puede hacer planes para el futuro; parir los hijos en los hospitales gratuitos o en la maternidad municipal Martin que es modelo en toda Suramérica y no importa en donde nacieron la madre o el padre; mandarlos después a la escuela pública y tampoco importa de que país vienen porque eso no es impedimento para que estudien; juntarse con los amigos en el club del barrio para jugar a las bochas o a las cartas o pasar una celebración importante en el centro que han fundado antes sus compatriotas; que pueden jubilarse en unos años y hasta se consigue guardar algo de dinero porque la Caja Nacional de Ahorro Postal es el lugar perfecto para eso; emocionarse con los hijos egresados de la universidad gratuita y envejecer en paz. Después, morirse acá o allá, de donde vinieron, pero morirse tranquilo, con la sensación del deber cumplido.
También llegan a Rosario desde todos los rincones del país, porque los que tienen buen pasar económico necesitan sirvientas cama adentro o niñeras o simplemente alguna muchacha que ayude a la señora de la casa en las tareas del hogar; obreros para sus fábricas, fuertes, callados y obedientes y para eso nada mejor que emplear a los del norte argentino.
Mi memoria de esos tiempos está plagada de aromas y sonidos, de imágenes que se suceden a veces confusas y otras veces nítidas cual si hubiera sucedido ayer. Como cuando la oficina de Bromatología de la Municipalidad no dejaba entrar a la Coca Cola porque no informaba la fórmula con la que estaba hecha. Resistieron a lo loco mi viejo y sus jefes pero al final, como siempre, ganó la multinacional y la Bidú, la Biltz y la Chinchibira fueron historia.
Yo tenia la suerte de vivir en una casa de inquilinato en pleno centro de la ciudad, exactamente en Urquiza entre Corrientes (donde estaba el Teatro Colón que tiraron abajo) y Entre Ríos pero también podía conocer de memoria los barrios donde vivían las tías y mi abuela Adela, en distintos lugares de la ciudad y con características diferentes, con ritmos propios según la gente que los habitaba y los transformaba paso a paso.
Las telarañas de mis recuerdos parecen encajes de mediodía y medianoche que al entramarse en su diseño componen la mediatarde, hora de la radionovela de Alfonso Amigo y Lucy Dantés, de Federico Fábrega, de Eduardo Rudy y Violeta Antier, momento sagradadamente exclusivo del ámbito femenino que solo es interrumpido por algún suspiro al escuchar las frases de amor que sus maridos difícilmente les dirán alguna vez.
Las historias de lo vivido me envuelven como tules y se apropian de mi mente hasta sacar una sonrisa o una lágrima porque haga lo que haga será imposible volver a ese tiempo. Hasta he intentado algún pacto con el diablo para conseguirlo pero me dice que ni siquiera él tiene influencias en esas cuestiones de detener el tiempo y volverlo atrás. Es una pena.
Por eso escribo sobre esta gente y sobre esta parte de mi infancia -que no fue fácil- pero que abarca una porción de vida de la ciudad donde nací y vivo aún, con experiencias riquísimas de hombres y mujeres de todas las edades, condición, clase, estado civil, origen, nacionalidad, lo que sea. La mejor manera que encontré para que no se pierdan en el olvido fue haciendo estos cuentos costumbristas -aunque podría haber hecho una novela- , estos relatos que se pasean como sombras en mi cabeza cada vez que camino una vereda, veo alguna de esas casas antiguas y miro espantada cómo se construye un nuevo edificio de poca gracia arquitectónica en donde sé que hubo un lugar que transitó esos tiempos maravillosos y cada vez mas lejanos. Atrás va quedando en mis oídos el sonido de los cascos de caballos del carro del lechero porque se los devora el ruido infernal de la máquina excavadora, implacable, devastadora, que instala insolentemente un nuevo shopping, un templo evangélico, un edificio de mil pisos, un supermercado chino o una playa de estacionamiento donde en aquellos años hubo un cine o uno de esos comercios que conservan todavía el nombre despintado de sus dueños originarios. Por más que toco esas paredes no consigo evitar que lo demuelan ni me llevo nada más que el calor en mis dedos que absorben como esponjas las historias que me cuenta esa misma pared en apenas segundos, de todo lo que pasó ahí dentro. Y me las apropio para poder contarlas acá.
El pasado se me pega a la piel y a los dedos, por eso escribo. Sólo soy una intrusa, una impostora que pone en letras lo que otros dijeron alguna vez. Con eso me alcanza para ser feliz por un rato. Para hacerlo, no necesito cerrar los ojos, los evoco y vienen a mí para hablarme al oído en susurros, entonces es más fácil mi tarea. Se presentan como fantasmas en cualquier banco de una plaza mientras doy de comer miguitas de pan a los gorriones o tomando un café en cualquier bar antiguo y cuentan, cuentan, cuentan…ninguno quiere quedar afuera en estas historias. Yo les sonrío y les aseguro que así va a ser y que disculpen si por ahí altero algo pequeño, muy pequeño, pero es que cuando ocurría esto yo era tan chiquita…
Hay cosas que se me pasan, por supuesto, porque los años no vienen solos y mi historia, como dije antes, no fue fácil porque nací a destiempo. Así que muchos de estos relatos tendrán fantasías pero manteniendo las descripciones inalterables respecto de los lugares donde se desarrollan. En otros habré cambiado los nombres para no perjudicar ni obrar de mala fe trayéndole sin querer algún problema por si un descendiente del personaje pudiera sentirse incómodo al leerlo. Pero juro que todo fue real, bueno, mezclado con la fantasía que me ha caracterizado desde la cuna, pero real al fin y al cabo. Así que si digo que la luna rodaba por el patio y jugaba conmigo a las escondidas, créanlo porque es cierto.
Mi cabeza es un baúl lleno de tesoros con una llave mágica que lo abre con solo decir "Urquiza 1333" y con ella abro también las puertas de cada casa de inquilinato, de cada conventillo, de cada pieza, de cada baño, de todos los rincones que encuentro y quito el polvo del tiempo hasta que aparezcan los recuerdos. Llamo a los fantasmas porque con ellos me entiendo bien. Entonces vienen a mí a contarme sus historias -que son las que yo escribo- para que nadie los olvide mientras exista al menos una persona que los lea.
Yo no necesito otra llave más que no sea esa porque menciono la que abre todos los misterios: hogar. Ese hogar que hicieron aquellos que llegaron a esta ciudad desde su patria, donde estuviera. Porque por lo general, la mayoría de los inmigrantes se alojaban en conventillos y con mucha suerte en casas de inquilinato, después la vida se encargaba de acomodarlos. Para los hijos que les nacían hicieron cunas con sus valijas o con cajones de madera disimulados bajo una manta y como mesa usaron los baúles. En un clavo enraizado a la pared colgaban las pocas pilchas que traían. La única habitación que alquilaban oficiaba como una casa completa donde dormían, cocinaban, lloraban, reían y amaban.
Desde ese lugar me planto en la historia. Desde la Rosario fabril e industrial, inmigrante y argentina, comercial y prostibularia, arrebolada de sueños hasta imposibles de soñar en otro lugar que no fuera acá.
Amo mi ciudad de Rosario y añoro aquella que fue, tal vez, porque no me convence demasiado el progreso. La prefiero como estaba, con la siesta obligada y los negocios cerrados los domingos y el Hollywood Park esperando por los chicos. O el zoológico. O el cine Heraldo y los Sugus masticables. Y la Pizzería Astral a la salida y ya a la noche cerrada, todos durmiendo porque el lunes hay que madrugar porque se trabaja, se estudia y porque sí. Sólo los serenos de las fábricas y los comercios grandes están despiertos, como cuidándola.
También escribo sobre ella porque Rosario es mina, hembra, mujer igual que yo. Lástima las cirugías estéticas que le hacen los que desean parecerla a ciudad Gótica, enredada en una maraña de cables aéreos y de torres de Babel, asfixiada por el smog hasta volverla cianótica, agredida por tanta violencia a cualquier hora a la vuelta de la esquina. A veces resulta difícil explicar cómo me duele la ciudad de ahora, como si fuera un órgano vital de mi cuerpo. Lo explico, así todos entienden: me duele la cabeza, la pierna, la ciudad, la muela…eso quise decir.
Respecto al tema de conventillos e inquilinatos abordados desde lo histórico se puede encontrar material por internet o en bibliotecas como para hacer dulce, pero yo cuento acá las cosas que le sucedía a la gente que vivía en estos espacios urbanos, propios de las grandes ciudades. Son relatos de vida, con sensaciones y emociones de personas que existieron. No vengo a hablar de la historia de los inquilinatos y conventillos en la Argentina sino lo que acontecía a los que allí vivían y el recurso literario es el medio que me permite hacerlo.
Se preguntarán por qué se me ocurrió hacerlo. Y les cuento:
Tengo la maravillosa suerte de haber recorrido ese tiempo en mi niñez y parte de mi adolescencia, entre la década del 50 y la del 60, la de criarme en una casa de inquilinato, la más bonita de todas porque era toda mía con toda su gente.
Soy hija de inquilinos, inquilina en la actualidad: lo que vale decir, genética, congénita y hereditariamente inquilina, hasta que mis huesos ardan.
por ADELA DEL VALLE LOPEZ 18/05/2010